sábado, 23 de septiembre de 2017

19 DE SEPTIEMBRE

19 DE SEPTIEMBRE
I

El pasado no muere con los muertos: Helo aquí atornillado en nuestro costado, pero en movimiento: rueda hipnotizadora que gira siempre en el sentido contrario de nuestros deseos: roja homilía de catedrales con las cúpulas derrumbadas, terrosos sermones que dejan a Cristo desnudo y sin poder morir:  disperso, con los músculos ateridos, bajo la tierra que sisea, brama, se levanta con una espada pétrea y formidable contra lo que nos queda de humanidad: ciñe nuestro costillar con un abrigo de cristal cortante en la cita que queremos evitar, el encuentro siempre temido.

Uno tras otro sus sacudidas botan las escamas humanas: somos pañuelos del instante: una bandada que no regresa ni se despide. Un terremoto está formado por una suma interminable de instantes que desembocan en un minuto, en una zopilotera girando gelatinosa al ras del suelo: buscando lo que dejó la otra rapiña. Convenciéndonos, a querer o no, que la vida se está fugando a cada espasmo de la tierra.

II

Cansado hasta el fémur de intentar arrastrarse, con el hígado palpitando en su mano y el alma boqueando como sombra que deja sus escamas en un largo rastro, intenta dormir en éste bosque maldito pétreo, repleto de campanas que lanzan sus metalúrgicos gritos desde que los rayos solares dan su forma al mundo hasta que los fantasmas se sientan en los peñascos: al cadáver sólo le queda soñar que aún respira, que aún sus entrañas le pertenecen, que es un hijo del asombro que dibuja por doquier una sombra sin fracturas. Pero la muerte se afana, destila su frontera perenne, siempre muda, entre las costillas de un despojo que aún respira (poco, es cierto, pero en las fronteras del bosque del mal ese escaso aliento es suficiente); el difunto que jadea anhela dormir, pues los sueños le apartarían de su piel, ahora convertida en una llaga continúa: cierra los parpados y todo el chillido metálico cesa. En su mundo imaginado se ve a sí mismo como un rayo que no duerme, andando por un desconocido camino que le lleva a su ciudad materna: Sodoma, también conocida como la Ciudad de México: la mira como la bastarda favorita de sus silencios, como si no estuviera muerto, aspirando a bocanadas la tierra fecunda, tibia de leche y miel en un día cualquiera de septiembre, en el antiguo y querido viejo orden en los cielos. Aliado del cadalso para mesías desechables, moralistas decrépitos, vírgenes con el himen pustuloso, entre otros probos decadentes. Sodoma, la ciudad de los libertinos mexicanos, de los que se atrevieron a probar de todo y sin medida, la que no esperaba que el diluvio de rayos y meteoritos emergiera de la tierra. Sodoma la enamorada de nuestros ombligos impúdicos, que en su orgasmo lo envolvía todo.

III

Ahora las vasijas se han quebrado: las fogatas infinitas, el alquitrán divino, las masas remolcando milenariamente el cascajo que son nuestros pecados, derrumbando noches y sus madrugadas (porque el relámpago es un deseo sin historia, con misericordia, sin pudor). Furia humana que deja en el llano las osamentas incompletas de los dioses, de ascetas sin escafandra, dejando los huesos en el éter en su caída libre. Lo demás, ha dicho el rayo, luego de desatornillar sus propios árboles, son difuntos de otras muertes.

Toda ciudad tiene sus parques pegostiosos de semen, sus bancos empantanados de sangre, sus avenidas encharcadas de prisa y sus catedrales cuyas guirnaldas afean el cielo nuboso, pero está, además, contiene hombres que la hacen repicar, como día de fiesta. El rayo naipe, sendero, mecenazgo, tiende su resplandor más acá del cielo, entre las grietas abiertas de satélites de órbita cíclica y telúrica: Las uñas duelen como la tarde, de tanto escarbar: ¡¿En dónde viven los vivos?!
Aquí, entre las ruinas.

Héctor Alarcón

Sábado, 23 de septiembre de 2017