domingo, 4 de septiembre de 2011

La verdadera historia del fin del mundo


Se ha repetido hasta el cansancio, que n
uestra época requiere imperiosamente del diálogo, sin embargo es evidente nuestra casi genética sordera. También se ha dicho que requerimos tolerancia, democracia, amor al planeta y al prójimo y ese largo etcétera que los políticos y animadores televisivos nos proponen… de dientes para fuera, claro, en un desacorde conjunto de monólogos en el que nadie escucha.
Entre la cultura del bienestar, la egocéntrica prepotencia que ésta engendra y la búsqueda de exo­tismos (“budismo” trasnochado, “religiones orientales” made in USA, yoga para sedentarios y chistes análogos) que llenen desde fuera ese enorme vacío espiritual producido por el capitalismo neurótico, donde la prioridad es llegar a SER por el número de cosas acumuladas. Claro, estas son expresiones externas de un mal más profundo, un mal congénito al capitalismo y que lo lleva de crisis en crisis.
Porque occi­dente padece una crisis de civilización desde hace siglos, crisis que ha pasado por varias épocas y que aparentemente ha rebasado, pero sólo superficialmente: porque la esencia del mundo occidental es el culto al individuo, al grado que la propiedad privada del UNICO es sagrada: sacra es su libertad enajenada que se confunde con el derecho de hacer lo que se le venga en gana, sagrado su derecho de explotar a su prójimo, de abusar de la tierra sin piedad. Esto a costa de la integridad de las personas que no tienen el poder: los principios subyacentes en esas formas de pensamiento e institu­ciones generadas para proteger estos intereses han violado cotidianamente la vida de generaciones de trabajadores. El ser humano se ha movido siempre en la paradoja que una y otra vez reaparece entre los ideales (sólo palabras que justifican el despojo) y los muy reales intereses económicos que finalmente mandan. Pero el UNICO suele intentar convencerse a sí mismo y a los demás de lo contrario.
Podemos afirmar, a partir de las lecciones de la historia: El modo de producción que no resulta destruido en un momento dado por las contradicciones de clase, prosigue momentáneamente su camino, soluciona crisis al menos parcialmente y, con tropiezos e involuciones y estancamientos sobrevive; sin embargo es indefectible su decadencia y aniquilación, dado las contradicciones que entraña y pasará, tarde o temprano a un nuevo estadio de la historia.
El imperialismo lo sabe y busca un millón de formas para sobrevivir, sin importarle cuantas cabezas queden aplastadas en el intento, ignora que finalmente su perversa naturaleza lo llevará a la catástrofe. Aunque hemos llegado al punto en que la destrucción del capitalismo signifique también la catástrofe del mundo: en su locura el neoliberalismo saquea toda riqueza natural, extingue por igual culturas como especies animales y vegetales… en su sordera histórica el capitalismo neurótico viaja en una vorágine que no sólo lo destruirá, sino que se llevará entre las patas al planeta.
No hay que achacar a agentes exteriores, al menos por entero, los procesos destructivos. Salvo casos ex­cepcionales, se gestan en el interior de las civilizacio­nes y en general de los fenómenos afectados. Los agen­tes externos influyen sin duda y a veces decisivamente, pero si la crisis no se inicia internamente, su influencia no rebasará ciertos límites.
Y el cáncer básico del capitalismo se llama propiedad privada, la egocéntrica individualidad que ex­perimentó un impulso a ini­cios de la Época Moderna y acentuó el derecho a la propiedad de los medios de producción como un derecho fundamental del UNICO, le dio poder y potestad para la realización de su idiota proyecto de mundo, aunque el mismo orbe se fuera al diablo, claro

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