domingo, 23 de junio de 2013

DERRUMBADEROS CELESTES
Parece que el mundo me ha alcanzado: siento sus colmillos desgarrando mi espalda,  su mórbido aliento sobre la nuca, su hedor a metro viejo circulando por mis neuronas. El metro caga Maniquíes que sueñan estúpidamente con ser seres humanos, sus piernas de plástico los sacan y los meten en vagones asquerosamente iguales: entran, suben y bajan por sus anaranjadas tripas, arrastran –o son arrastrados por— humores densos de trabajos doblemente mediocres, matrimonios suciamente honestos, sueños sencillamente imbéciles, van susurrando plegarias demasiado manoseadas, escupiendo retazos de vida, comprando sustitutos de juventud.
El metro embiste la oscuridad, circularmente y los maniquíes se disuelven con lentitud en los jugos gástricos de bestias amargas.
El metro es al mundo lo que el esternón a la brújula: sólo una fractura magnética, y mientras cojea entre estaciones desiertas, bytes secos de tan usados y secretas combinaciones binarias, los maniquíes compran y se venden mutuamente: ancianas rameras se pasean entre los inquilinos mostrando sus úteros podridos, herejes decapitados saturan el poco aire que queda con blasfemias en MP3, mientras  las vírgenes se masturban desde sus nichos.
Parece que el mundo me ha alcanzado: miro la salida tapiada por magma antiguo, miro el costillar desnudo de la bestia, sus puertas abiertas, sus venas palpitando pus, sus luciérnagas sobre mi piel. Abro la boca, como para maldecir, como si sobreviviera alguna palabra entre los maniquíes, como si no estuviera ya derrotado y permito que otra fetidez llene mis pulmones.
Mientras, salvífico, un magnánimo vendedor de discos piratas, satura el aire con la voz de Jenni Rivera, que en Do mayor nos enseña que el destino también se puede estrellar.
Como invocado por una sacerdotisa gris, el metro se estrella también (a 9.81 metros sobre segundo al cuadrado) contra la monotonía, destrozando la  piel del séptimo submundo de hormigón y sale por un instante al aire colérico de la ciudad. Momento perfecto para saltar del monstruo por una ventanilla.
Lanzo mi mano como arpón hacia el abismo y se ancla en el balcón de cualquier olvido.
Mientras cuelgo como cualquier borrego en holocausto, arriban a mis alvéolos legiones de rameras sin noche y sin presagios. Restos de Albahaca, sándalo, Alhelíes que me asombran con su luminosidad.
El metro es un reflejo anaranjado y surrealista a la vista del sol, le arranca un par de estacas y vuelve a las profundidades: a eso los antiguos le llamaron el fin de los tiempos, tal vez sea verdad: ahora que camino por las calles de la ciudad suicidada, he visto deambular junto a mí algunos ángeles harapientos, amantes con los brazos desangrados, sacerdotes con el rostro botado por la sífilis. Las profecías tocan fondo y la gente se prepara alegremente para morir. Desde lejos, ecos de confusos ritos aletargan el viento, cantando su desolación de piedra, la condena circular del exiliado, las claridades del derrumbe.
Mi brazo es un naufrago luminoso, zozobrando como barco ebrio.
Aterrizan turbas de sibilas blasfemantes, vendiendo sus lechos gálicos, mostrando impúdicamente sus senos de parafina, ebrias de semen, de promesas, nos arrojan las suyas. Mientras, profetas seniles prometen el Armagedón: quizá sea cierto: quizá los puñetazos de fuego arrasen con lo que fuimos y dejemos de sufrir, tal vez las metrópolis queden como grandes costurones tras el golpe y las bibliotecas ardan hasta el olvido, tal vez, por ventura, nos quedemos sin poetas.
Mi cuerpo se hunde en las hondas curvas de la tormenta.
        Los aviones despostillan el éter, tanques y metralletas auguran lluvia como ruinas mojadas por la ira, nuestros días se han hecho sordos y no esperamos la vejez terrible, ni unas lágrimas frescas. La gente sigue sonriendo, esperando el tranvía, mientras se acaba el mundo.
Un abismo respira bajo mi mano y la poesía se ha vuelto criptica e inservible, sin embargo la sigo arrastrando sobre los despojos de la ciudad.



lunes, 21 de enero de 2013


QUIROMANCIA
Héctor Alarcón
Supongamos la palma de tu mano, las líneas que la cruzan, sus destinos fortuitos, sus fajas de luz.  ¿Qué pueden decir? Mentiras, noches violentas, espectros petrificados, Mantras que nos entrecruzan, un estar atados con laurel. 
Supongamos los mares que desbordan por tus dedos: hexámetros imperfectos, rocas asimétricas, súcubos miopes tejiendo el universo. No dicen más que un golpeteo  de lirios adustos, un vaivén de alcatraz altísimo. Braman como si estuvieran vivos, después desaparecen. 
Supongamos las sombras acuáticas del cuello, su concordancia magnética, efluvio, espejo, y más que espejo, confusión. Su aroma ascendente no sabe de palabras, sólo es un deseo rodando tras su propio ripio, hasta arribar a tus alturas ígneas.
Supongamos tu frágil transparencia: ni siquiera geranio, mucho menos rosa, eres fantasma, aparición oxidada, ladrido arrinconado en mi costado. Guardas, envidiosa tras la coraza, las palabras, fronteras, epístolas que podrían absolverme. 
Ahora, supongamos que seguimos vivos

miércoles, 16 de enero de 2013

SOMNIUM


Vi ese sueño otra vez:
En él te pintaba lumínica e intocable,
tenía que construir un cuadro de luz:
pinceladas de dioses extintos,
incienso trazado entre el ramaje,
instante hecho de curvas
cómo ondulante rayo de grafito…
…sombras luminosas que me atravesaban.

Luego, el despertar.
La noche ascendiendo por lo que queda de mi cuerpo:
Llama incolora que crece desde dentro.
Pero volviste:
vestida de alba y ronronear de pájaros:
quieto fluir de la mañana.
¡Tenías que ser de luz!
Y otra vez vino a mí ese sueño.
Héctor Alarcón, enero 2013

jueves, 10 de enero de 2013

DESPERTAR



Desperté sin aliento, otra vez, en un jardín en penumbra, custodiado por estatuas truncas de viejos dioses, con un silencio emperrado en reptar por mis costillas. Desperté de golpe, como si me arrancarán la piel, desnudo de repente, de repente sin manos, sin pudor, con los ojos doblemente desamparados.
El jardín padecía una luz marchita que se arrastraba a golpe de muletas, estaba tapizado de hojas muertas por un otoño desconocido y un par de esperanzas famélicas daban de comer a palomas inexistentes... en tanto yo echaba raíces junto a una fuente hueca, mirando a las nubes girar como serpientes sedientas, a las esperanzas ajarse en su banca hasta volverse ceniza, a la ceniza volverse niños y a los niños correr por la vereda buscando al mar. Vi tigres metafóricos esconderse tras los arbustos, nigromantes vendiendo estrellas usadas, barcos sucios de sangre navegando su retorno, mientras yo, emponzoñado, pétreo, catedralicio, esperaba.
Te esperé hasta que no quedaron fuentes ni nigromantes, hasta que la opacidad se hizo clandestina y el robledal se incendió en su propia ruina. No importaba nada: sabía que llegarías antes de que la oscuridad se tragare mi metro cuadrado de pavimento. Sabía que estabas ahí, en cualquier parte, pensando en mí. Por eso nada importaba. Pero la penumbra final llegó y se engulló hasta tu nombre empozado en la garganta...
Nada importa: tras el inevitable remolino de extinción volveré a despertar sin aliento, otra vez, en un jardín en penumbra...
Héctor Alarcón, enero  2013