DERRUMBADEROS CELESTES
Parece que el
mundo me ha alcanzado: siento sus colmillos desgarrando mi espalda, su mórbido aliento sobre la nuca, su hedor a
metro viejo circulando por mis neuronas. El metro caga Maniquíes que sueñan estúpidamente
con ser seres humanos, sus piernas de plástico los sacan y los meten en vagones
asquerosamente iguales: entran, suben y bajan por sus anaranjadas tripas,
arrastran –o son arrastrados por— humores densos de trabajos doblemente
mediocres, matrimonios suciamente honestos, sueños sencillamente imbéciles, van
susurrando plegarias demasiado manoseadas, escupiendo retazos de vida,
comprando sustitutos de juventud.
El metro
embiste la oscuridad, circularmente y los maniquíes se disuelven con lentitud
en los jugos gástricos de bestias amargas.
El metro es
al mundo lo que el esternón a la brújula: sólo una fractura magnética, y
mientras cojea entre estaciones desiertas, bytes secos de tan usados
y secretas combinaciones binarias, los maniquíes compran y se venden
mutuamente: ancianas rameras se pasean entre los inquilinos mostrando sus
úteros podridos, herejes decapitados saturan el poco aire que queda con
blasfemias en MP3, mientras las vírgenes se masturban desde sus nichos.
Parece que el
mundo me ha alcanzado: miro la salida tapiada por magma antiguo, miro el
costillar desnudo de la bestia, sus puertas abiertas, sus venas palpitando pus,
sus luciérnagas sobre mi piel. Abro la boca, como para maldecir, como si
sobreviviera alguna palabra entre los maniquíes, como si no estuviera ya
derrotado y permito que otra fetidez llene mis pulmones.
Mientras, salvífico,
un magnánimo vendedor de discos piratas, satura el aire con la voz de Jenni
Rivera, que en Do mayor nos enseña que el destino también se puede estrellar.
Como invocado
por una sacerdotisa gris, el metro se estrella también (a 9.81 metros sobre
segundo al cuadrado) contra la monotonía, destrozando la piel del séptimo submundo de hormigón y sale
por un instante al aire colérico de la ciudad. Momento perfecto para saltar del
monstruo por una ventanilla.
Lanzo mi mano
como arpón hacia el abismo y se ancla en el balcón de cualquier olvido.
Mientras cuelgo como cualquier borrego en
holocausto, arriban a mis
alvéolos legiones de rameras sin noche y sin presagios. Restos de Albahaca,
sándalo, Alhelíes que me asombran con su luminosidad.
El metro es un
reflejo anaranjado y surrealista a la vista del sol, le arranca un par de estacas
y vuelve a las profundidades: a eso los antiguos le llamaron el fin de los
tiempos, tal vez sea verdad: ahora que camino por las calles de la ciudad
suicidada, he visto deambular junto a mí algunos ángeles harapientos, amantes
con los brazos desangrados, sacerdotes con el rostro botado por la sífilis. Las
profecías tocan fondo y la gente se prepara alegremente para morir. Desde
lejos, ecos de confusos ritos aletargan el viento, cantando su desolación de
piedra, la condena circular del exiliado, las claridades del derrumbe.
Mi brazo es
un naufrago luminoso, zozobrando como barco ebrio.
Aterrizan
turbas de sibilas blasfemantes, vendiendo sus lechos gálicos, mostrando
impúdicamente sus senos de parafina, ebrias de semen, de promesas, nos arrojan
las suyas. Mientras, profetas seniles prometen el Armagedón: quizá sea cierto:
quizá los puñetazos de fuego arrasen con lo que fuimos y dejemos de sufrir, tal
vez las metrópolis queden como grandes costurones tras el golpe y las
bibliotecas ardan hasta el olvido, tal vez, por ventura, nos quedemos sin
poetas.
Mi cuerpo se
hunde en las hondas curvas de la tormenta.
Los aviones despostillan el éter, tanques y metralletas auguran lluvia como
ruinas mojadas por la ira, nuestros días se han hecho sordos y no esperamos la
vejez terrible, ni unas lágrimas frescas. La gente sigue sonriendo, esperando el
tranvía, mientras se acaba el mundo.
Un abismo
respira bajo mi mano y la poesía se ha vuelto criptica e inservible, sin
embargo la sigo arrastrando sobre los despojos de la ciudad.