domingo, 21 de enero de 2018

Héctor Alarcón / ANTE LAS PUERTAS DEL EDÉN

Encadenado a mi sangre libre, con grilletes como campanas, entra mi era por la puerta palpitante del Edén. Camino descalzo, sobre un archipiélago de alas rotas, de granito sangrante y espadas fracturadas, hacia la radiante oscuridad del origen. Atrasan por momentos los relojes, con su lluvia de plegarias, los santos leprosos: los minutos se les caen, junto a la piel gangrenada, las horas se resbalan por las grietas de las catedrales y los siglos (coagulados, como savia herética) se quedan –gelatinosos- en el presente del pasado: dulce relámpago que va abriendo las puertas del Paraíso.
Frente a mí, con una claridad encarnizada, con las alas hechas girones, con la espada astillada, partida, sin luz, bajo un cielorraso de esqueletos de gaviotas, con la piel ausente por el dolor, miro al último ángel padeciendo todas sus cuaresmas en esta ultima hora, desamparado, aullando su postrer canto, plagado de cicatrices. Su sangrante rostro de levanta y me mira con el odio propio del que sabe ya no tiene lugar donde guarecerse, ante la terrible invasión del oscuro sol.
Las columnas que sostenían el cielo son escombros, los demás arcángeles son cadáveres que mis hermanos pisotean, el mismo reino celestial se cae a pedazos como caspa amarilla, mientras la sombra de dios patina por un terraplén ajedrezado de muerte y limbo, saludando la suprema iridiscencia del que lleva en el pecho las sombras.
Amo el odio azul y pétreo del último arcángel con la última espada en las puertas mismas de lo que fue. Si supiera lo que es piedad, daría el postrero golpe y tras sus fotones dispersados (como una melancólica granada cuajada de turquesas) entraría… pero mi naturaleza es distinta…desdeñosamente paso junto al serafín y le hago mirar su derrota: cómo el fuego y nada más que el fuego,
establece sus áureas y babilónicas extensiones en la sala del Alfa y Omega. Mientras solloza su derrota, tomo el trono de Jehová.


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