Encadenado a mi sangre libre, con
grilletes como campanas, entra mi era por la puerta palpitante del Edén. Camino
descalzo, sobre un archipiélago de alas rotas, de granito sangrante y espadas
fracturadas, hacia la radiante oscuridad del origen. Atrasan por momentos los
relojes, con su lluvia de plegarias, los santos leprosos: los minutos se les
caen, junto a la piel gangrenada, las horas se resbalan por las grietas de
las catedrales y los siglos (coagulados, como savia herética) se quedan
–gelatinosos- en el presente del pasado: dulce relámpago que va abriendo las
puertas del Paraíso.
Frente a mí, con una claridad
encarnizada, con las alas hechas girones, con la espada astillada, partida, sin
luz, bajo un cielorraso de esqueletos de gaviotas, con la piel ausente por el
dolor, miro al último ángel padeciendo todas sus cuaresmas en esta ultima hora,
desamparado, aullando su postrer canto, plagado de cicatrices. Su sangrante
rostro de levanta y me mira con el odio propio del que sabe ya no tiene lugar
donde guarecerse, ante la terrible invasión del oscuro sol.
Las columnas que sostenían el cielo
son escombros, los demás arcángeles son cadáveres que mis hermanos pisotean, el
mismo reino celestial se cae a pedazos como caspa amarilla, mientras la sombra
de dios patina por un terraplén ajedrezado de muerte y limbo, saludando la
suprema iridiscencia del que lleva en el pecho las sombras.
Amo
el odio azul y pétreo del último arcángel con la última espada en las puertas
mismas de lo que fue. Si supiera lo que es piedad, daría el postrero golpe y
tras sus fotones dispersados (como una melancólica granada cuajada de
turquesas) entraría… pero mi naturaleza es distinta…desdeñosamente paso junto
al serafín y le hago mirar su derrota: cómo el fuego y nada más que el
fuego,establece sus áureas y babilónicas extensiones en la sala del Alfa y Omega. Mientras solloza su derrota, tomo el trono de Jehová.
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