Hace 23 años vendí a un joven llamado Víctor Hugo el segundo
de una serie de 5 cuadros titulada “metamorfosis”, la verdad esto ya lo había
olvidado: cuando eres joven y empiezas a pintar lo haces febrilmente pero sin
mucha técnica, vas creciendo y la obra se amontona en el olvido, mientras los
años acomodan tus pinceladas en algo menos reprobable. Pero sucede que aquel ya no tan joven
comprador me andaba buscando para que salvara mi propio cuadro: sucede que una
“pintora” colombina le metió temblorosa mano, “mejorándolo” con horribles
pestañas y una lánguida lagrima negra cruzando el cuadro entero… también le
agregó luces de color plata y su firma, como debe ser. Zurcir los daños me
llevaron a tener que borrar la mitad del cuadro y a una dulce dificultad: ese
que había enturbiado la tela con sus pinceladas hace 23 años ya no era yo: desde
el dibujo hasta el color, detecté una forma distinta de concebir la pintura que
no recuerdo claramente en qué consistía. Evoco turbiamente que amaba con la dulce locura de la juventud a una musa de
ojos color de miel, quien, hay que agregar, nunca fue mi novia. Desentierro mi
ruidosa pasión por el rock progresivo, por la ciencia ficción, por la poesía de
Ginsberg y toda la generación beat… con emoción rememoro a Alfonzo Ordoñez, daltónico
maestro al que le debo mucho más que sólo armar un cuadro decente…¿aún vivirá?
¿Seguirá levantando su disonante voz en las marchas mexicanistas? Me transmitió
por osmosis la pasión por el oleo y me
enseñó el instructivo completo de cómo masturbarse mentalmente para eyacular un
buen cuadro…
Algo es cierto: En aquella época sonreía más porque tenía
menos razones para estar triste y era mucho más optimista porque sabía mucho menos
de la vida.
Comparto con ustedes los dos cuadros, que son uno solo: el
de un joven que creía en el amor y el del adulto que sabe que no existe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario